Dicen que la memoria está en la cabeza, pero yo no les creo; la mía vive en el estómago. Es un anzuelo silencioso que no avisa cuándo va a tirar. Y entonces, pum, me lleva.
A veces, escuchar el sonido de un idioma que nunca llegué a aprender —aunque hoy lo repita con torpeza en alguna novela— es suficiente para regresar.
El llamado a la oración que sonaba desde mezquitas distintas en cada esquina; el bullicio de los mercados; los gatos omnipresentes en cada parque, cada muro, cada alfombra; el sabor de un té de manzana caliente servido en vasos coquetos; las palomas alzando vuelo al borde del Bósforo; las miradas intensas con ojos delineados que me hacían bajar la mía; las cejas gruesas, el cabello oscuro y los implantes capilares.
Una ciudad donde puedes caminar entre mosaicos bizantinos, y a la vuelta de la esquina, comprarte un celular en promoción; donde conviven velos islámicos negros, y luego otros en algún neón chillón; el ruido de la calle con un tráfico digno de Bogotá, y de fondo, el susurro de una danza de derviches girando sobre sí mismos.
Mi primera vez leyendo a Pamuk. El baño hamam, donde me enjabonaron con burbujas como si aún fuera una niña, y luego me restregaron el cuerpo, sin ropa, con tanta energía que fue lo más cercano a una sesión de exorcismo —así de sucia estaría—. Cigarettes After Sex tocando en un festival y yo llorando, sin saber si lo hacía por una canción o porque ese fue uno de los momentos más bellos de mi vida, y lo supe reconocer en el momento —agradezco haberlo sabido reconocer en el momento—.
Estambul fue volver a vivir, fue la extrañeza que se volvió costumbre. Tres meses donde intentamos habitar un lugar sin saber bien qué significaba eso. ¿Cuándo se puede decir que uno ha vivido en un lugar? ¿Cuando aprendes a decir ‘pan’ en su idioma? ¿Después del sexto mercado? ¿Cuando te suscribes al gimnasio por donde dicen que alguna vez pasó Atatürk? Yo solo aprendí a decir gracias en turco el día que me fui: Teşekkürler. Teşekkür ederim.
Vivir entre dos continentes fue también aceptar la mezcla: entre lo conocido y lo extraño, la tradición y lo moderno, lo que se construye y lo que se rompe. Porque en esa ciudad también se quebró mi relación con Felipe —mi compañero de viaje nómada, el amor más tranquilo que he vivido—. ¿El amor se vive? A Felipe lo dejé enterrado bajo los escombros sentimentales de Constantinopla, pero cada vez que pienso en Estambul, o escucho esa palabra, él aparece subrayado con lápiz rojo en las márgenes de mi memoria. Y a veces, duele un poco.
Duele. Una cuerda de guitarra aguda, vibrante y delgada me arranca de cualquier presente y me transporta de nuevo a esa habitación pequeña. La luz de una lámpara verde difuminaba las sombras. Éramos un refugio. Tocaba para mí como si yo fuera una cosa frágil que podía romperse en cualquier momento. En esas noches sentía que no hacía falta hablar, porque ya estaba todo dicho entre su guitarra y mi corazón de batería. Nunca supe si eso fue amor o una forma dulce de cuidarnos entre las ruinas de la fiesta. Esa única cuerda sigue resonando en mí, un eco intenso de noches que se estiraban hasta el amanecer, hasta llevarme hacia él, al hombre con apellido inglés: Short. Tan corto y fugaz como su paso por mi vida.
Fugaz es el olor a eucalipto cuando aparece, y sin aviso, se abre un portal. Me lleva de la mano con mi viejito, cuando los parques aún eran parques en Bogotá, no máquinas de gimnasio ni entretenimiento feo para niños; cuando los parques olían a la sabiduría de su mirada, a sus arrugas bondadosas y a la simple alegría de estar juntos. Recogíamos frutos, las hojas secas crujían bajo nuestros pasos, semillas que prometían convertirse en árboles. Nuestras caminatas dejaban un rastro de ese aroma que abría el pecho. Él olía a madera también. Ese olor es la belleza de lo sencillo. Hoy él ya no está, pero sí la forma en que me tomaba de la mano cuando el mundo parecía demasiado grande para una niña que parecía niño por su pelo corto; una que llegaba sin falta todos los viernes a su casa en el bus del colegio, mientras sonaba Fey, Hanson o el mejor disco de Shakira.
Shakira. El café. Ah, el café. No importa dónde esté, su olor me regresa a mi país. Una taza grande entre las manos —porque las pequeñas me sacan de quicio—, el vapor que sube, el aroma terroso. No sé mucho de café, pero sé que es hogar. Es ese tinto sencillo que compartimos en casa, que no es vino como suelen creer los extranjeros, es como le llamamos al café de las familias: ‘un tintico, por favor’. El café es pausa, es conversación en una oficina, es muchas tías hablando al mismo tiempo, es una cita. Es mi shot de energía cada mañana, el que me recuerda que sigo viva. Es mi forma de volver, sin tener que irme.
Irme de Colombia. Hay un frío que impide pensar con claridad. Un frío que Bogotá, con su eterno otoño lluvioso, no conoce. Es un frío que cala hasta los huesos, que a veces me visita cuando viajo, o cuando el clima de la capital se enfurece. Ese mismo frío me devuelve, sin aviso, a la parada del bondi durante el invierno en Buenos Aires, a las dos de la mañana. Salía del turno p.m. de un restaurante cargado de memorabilia musical, con guitarras de bandas legendarias colgando de las paredes y pines en el uniforme. Y mientras esperaba el colectivo, tiritando, sentía que la ciudad me hablaba entre entre el frío que se metía por mi ropa y esa estela tibia que el cuerpo deja al respirar, como si un fumador invisible hubiera pasado por ahí segundos antes.
Viví tres años en esa ciudad —y allá sí puedo decir que viví—, con todo lo que implica: DNI que se vence en el 2027, discusiones en las calles, una adicción nueva a los alfajores, y la sospecha de que en cualquier esquina me podía pasar algo que mereciera ser escrito. Cada ráfaga de aire helado me recuerda los ascensores antiguos, y a Suipacha 669; donde tenía de vecinos a un grupo de travestis que, sin proponérselo, me enseñaron a maquillarme.
En general, me lleva de regreso a una ciudad que siempre he imaginado como una anciana elegante y estilosa.
El frío de ese entonces me obligaba a pegarme a los vidrios de las confiterías como si adentro hubiera algo más que calor: probablemente un argentino guapo hablando mal de alguien, o —si estaba de buen humor— hablando de fútbol, o de rock en español como si fuera una religión. El mate, los abrigos gruesos, la sensación de que llevaba conmigo un álbum repleto de personajes; porque nadie cuenta mejor una historia que un argentino, nadie dramatiza tan bien la vida cotidiana. Ese frío se convirtió en ancla. Me enseñó a poder estar sola, sin morirme.
Morir es lo que siento cuando ese aroma me alcanza. Hay un perfume feo, difícil de describir: dulce hasta empalagar, como una flor enferma. Ella, de pelo naranja, labial rojo intenso, se vestía como si el carnaval nunca hubiera terminado, con colores vibrantes. Me recuerda a Sara Goldfarb en Requiem for a Dream; una señora excéntrica, de esas que uno ve y no sabe si reír, gritar o correr. No sé si ella me agradaba. Yo era muy niña para entender sus rarezas y su paso fugaz por mi vida, porque ella se fue pronto. Pero hoy, cuando huelo ese perfume en otra señora vieja y arrugada, me lleva inevitablemente a Angelita, la tía de mi papá, y a una canción que me enseñó de unos perritos para aprenderme los números. De aspecto medio escandaloso, o escandaloso y medio.
La risa escandalosa. Esa carcajada sin vergüenza, con toda la boca, que hace doler la cara. Esa risa es un hombre italiano, un amor que floreció en Argentina y murió en Colombia, con su cuerpo y con su historia, en plena pandemia. Él no sabía callar, creía que la violencia de mi país era un chiste; fanático de Escobar como muchos ignorantes fascinados con la sangre. Se fue a vivir a Medellín, a la misma tierra de su ídolo, y un día, junto a sus perros, el pasado de Escobar lo alcanzó. Mostraba demasiado, hablaba demasiado, pero se reía; se reía hasta de lo que no debía, de lo que dolía, de lo incómodo, de lo que no tenía gracia. Se reía como los niños: sin miedo a ocupar espacio. Y cuando escucho una risa así, de esas que retumban, que dan algo de pena ajena, siento al fantasma bueno de Luca, un fantasma que también me hace sonreír.
Te extraño tantissimo.
Ana.
Oh. My. God. Este post es ARTE en mayúsculas🧡¿Sabes esa sensación que te da cuando lees un texto donde cada frase parece que está minuciosamente conectada a la siguiente, donde no sobra ni falta ninguna palabra? Un texto perfecto, armonioso y al mismo tiempo cargado de emociones. He llegado a ti gracias a Sin Filtro y le agradezco haberme ayudado a descubrir a una autora con tantísimo talento como tú.
La parte de Estambul fue muy especial leerlo porque mi padre es árabe y me recordó muchísimo a mis veranos en su país natal cuando era más joven. Gracias por transportarme de nuevo a esos recuerdos que tengo guardados.
Viajé contigo a cada rinconcito de tu mente y qué privilegio es poder ver estas ciudades desde tu memoria. Y qué bonita manera tienes de honrar a los que ya no están ❤️
Qué placer leerte. Me ha encantado poder viajar por Estambol y conocer las sombras de aquellos ayeres que no viví, pero que ahora guardo en la memoria. Me encantaría agregarlo al Diario de Substack si estás de acuerdo 💖